Subordinaciones patriarcales y racistas entrelazadas

Gema Fernández Rodríguez de Liévana y Eduardo Romero García.
Rebelión, 13-05-2014

Este artículo ha sido elaborado a propuesta de SOS Racismo. Una versión reducida del mismo saldrá publicada en papel, dentro de unos meses, en el Informe Anual 2014 sobre el racismo en el Estado español.

Jamila es una mujer joven, aunque a ella le parece que la juventud se le escurre entre los dedos mientras sigue sin marido. Y sin hijos. A Jamila, eso, le pesa mucho. Lleva unos ocho años en España. Y como marroquí sin papeles, ha atravesado el correspondiente periplo que marca la normativa de extranjería. Tres años en situación irregular para poder solicitar el arraigo. Entonces la primera tarjeta, permiso de residencia por un año. A continuación la segunda tarjeta, con una duración de dos años. La tercera es la que tiene ahora. Dos años más. Le falta algo menos de uno para poder renovarla y acceder a la tarjeta de larga duración, que se renueva cada cinco años y que no le exigirá un tiempo mínimo de cotización a la seguridad social para ser renovada, como sucedía con todas las anteriores.

Jamila siempre ha trabajado en casas. Cuando no tenía papeles, repartía sus horas entre varios domicilios. Cobraba muy poquito, pero a ella le servía para ir tirando. De todas formas, no podía optar a nada mejor. Y ella es muy de dar gracias –a dios– por cualquier cosa. Tiene esa actitud, un poco resignada, que a veces me encantaría que se sacudiera de encima. Pero a mí me gusta mucho Jamila como es… sabe disfrutar de lo que la vida le da y exprimirlo de una manera que me entusiasma.

Cuando consiguió su primera tarjeta, siguió trabajando en casas. Y entonces tenía que trabajar más por menos dinero, porque debía pagar la seguridad social ella misma, sin que sus empleadores le subieran el sueldo. En ese entonces, el empleo de hogar seguía regulado por la normativa de 1985, que relegaba este trabajo a un régimen especial con derechos laborales y de seguridad social muy restringidos.

Ella ha ido haciendo malabares para conseguir acreditar los requisitos mínimos de cotización, y, así, ha ido renovando sus tarjetas, una tras otra. Pero desde hace varios meses su situación se ha complicado mucho. Tiene pocas casas en las que trabajar, y ninguna de sus empleadoras quiere darla de alta en la seguridad social, ni mucho menos pagar las cotizaciones. Maldita crisis… pero los requisitos de cotización para renovar los papeles, aún con casi seis millones de personas en paro, no han cambiado. A los inmigrantes se les sigue exigiendo lo mismo ahora que hace cinco años. Así que Jamila necesita acreditar doce meses cotizados de los veinticuatro que dura su tarjeta para poder renovarla y acceder a la de larga duración. Está a punto de llegar a la meta. Pero teme, mucho, que no lo va a conseguir.

Un día viene a verme con un hombre. Dice que es su novio. Y que se van a casar.

Nunca nos había hablado de él.

En seguida me doy cuenta de que no sabe nada de la política de extranjería, y que piensa que su pasaporte español puede “salvar” a Jamila para siempre. Que ahora que se va a casar con él, no tiene que preocuparse más de ese engorroso asunto de las cotizaciones y las tarjetas.

Sonrío con una mezcla de nerviosismo y displicencia.

Creo adivinar que Jamila intuye mi incomodidad.

No me gusta el planteamiento…

Le explico que no es así de fácil. Que Jamila lleva muchos años esforzándose para conseguir regularizar su situación en España, y que le queda muy poco para lograrlo. Le explico cómo funciona la burocracia administrativa para los matrimonios mixtos; le cuento que puede tardar bastante más de lo que él imagina; le aseguro que es mucho más conveniente que Jamila no interrumpa ahora su proceso y que pensemos, mejor, en fórmulas para que ella pueda pagar sus cotizaciones y logre su tarjeta de residencia permanente.

Por fin, parece que logramos encaminar la conversación y que, entre todas, vamos a ayudar a Jamila para que complete los escasos doce meses que tiene que cotizar a la seguridad social.

Muchas mujeres migrantes se encuentran en la situación de Jamila.

Ante la dificultad para conseguir un permiso de residencia autónomo, a las mujeres siempre les queda la tradicional salida de ponerse bajo la protección de un hombre y depender de él. Económicamente. Y “documentalmente”.

El sistema las coloca en esa disyuntiva.

Y está claro que mi miedo es ese. Que Jamila se supedite a una relación de pareja que deba sostener a toda costa –aunque le haga daño– para poder mantener su permiso de residencia.

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La precariedad de las domésticas

El trabajo de cuidados, que incluye el mantenimiento de los hogares y de las personas que los conforman, ha sido tradicionalmente realizado por las mujeres, de forma casi exclusiva y sin remuneración. Sin embargo, es una de las ocupaciones más importantes para el funcionamiento de la vida cotidiana y, a la vez, una de las más invisibilizadas y desprestigiadas.

En las últimas dos décadas, especialmente, hemos presenciado un crecimiento significativo de la realización de las labores de cuidados por personas, mujeres generalmente, ajenas al hogar, asalariadas, debido a dos procesos: el considerable aumento del número de mujeres autóctonas que se incorporaron al trabajo asalariado, sobre todo desde la segunda mitad de los años noventa, y el aumento de la proporción de personas dependientes debido al envejecimiento de la población. Es importante señalar que el ingreso acelerado al mercado de trabajo de personas que hasta entonces eran consideradas inactivas se produjo en unas condiciones mucho peores que las de los hombres.

Las mujeres españolas se han incorporado al trabajo asalariado fuera del hogar, mientras que los hombres no han aumentado sustancialmente su participación en las tareas domésticas y de cuidados. Es necesario desmontar la idea de que las mujeres migrantes empleadas del hogar llegan para sustituir a las mujeres autóctonas en el trabajo de cuidados, siendo más ajustada a la realidad la idea de que sustituyen la parte que los hombres se siguen resistiendo a asumir. Se sigue produciendo una radical asimetría en el tiempo dedicado al trabajo reproductivo por parte de hombres y mujeres, lo que genera una sobrecarga de trabajo sobre ellas. Esta situación se resuelve a través de la externalización de los trabajos de cuidados, que se colocan sobre las espaldas de otras mujeres, a quienes el patriarcado ha asignado el rol de cuidadoras por el mero hecho de ser mujeres.

Así que son las migrantes, en su mayoría, quienes cuidan a las hijas e hijos y a las personas mayores y dependientes en los hogares españoles, limpiando y cocinando, haciendo la compra, llevando y recogiendo del colegio a los niños y niñas, acompañando al médico a las personas mayores y paseando con ellas. Todas estas labores, esenciales para el mantenimiento y la sostenibilidad de la vida, están sin embargo desvalorizadas en las sociedades capitalistas. Ello implica que su remuneración sea residual y que las condiciones laborales de las personas que las llevan a cabo estén al margen del régimen general de trabajadores.

El trabajo doméstico ha estado regulado desde 1985 por el Régimen Especial del Empleo de Hogar (Real Decreto 1424/1985), que colocaba a las domésticas en una situación distinta –y discriminatoria– respecto del resto de personas trabajadoras. No existía la obligación de regular la relación laboral a través de un contrato escrito; su trabajo no generaba derecho a cobrar una prestación por desempleo; percibían una indemnización de siete días por año trabajado en caso de despido; y las empleadoras no estaban obligadas a cotizar a la Seguridad Social, entre otras precariedades. Teniendo en cuenta que, en septiembre de 2013, se estimaba que de las 421.000 personas dadas de alta en la seguridad social en el sector del empleo de hogar (que supone un 62% de todas las empleadas en el sector) el 94,84% eran mujeres, esto apunta una clara discriminación indirecta –la que deriva de normas con apariencia neutra que sin embargo perjudican a una proporción sustancialmente mayor de personas de un mismo sexo–. Resulta esclarecedor, también, que el 53% de esas personas tengan nacionalidad extranjera.

El empleo de hogar ha sido, para las mujeres migrantes, una puerta de entrada relativamente cómoda, al tiempo que coyuntural, a la regularización. El estudio de las trayectorias de estas mujeres indica que la permanencia en este tipo de actividad es casi una excepción, siendo la regla general el cambio hacia otro tipo de ocupaciones o puestos de trabajo. Ello se debe a diversas razones, entre las que hay que remarcar la precariedad implícita al trabajo en el servicio del hogar familiar, tanto en lo laboral como desde el punto de vista de su protección social.1

Las reivindicaciones de las trabajadoras del hogar, migrantes y autóctonas, por su equiparación al Régimen General de la Seguridad Social así como por una mayor protección de las condiciones de trabajo y contratación se tradujeron en algunas modificaciones legislativas. La Ley 27/2011 integró, con efectos desde el 1 de enero de 2012, el Régimen Especial de la Seguridad Social de los Empleados de Hogar en el Régimen General de la Seguridad Social, mediante el establecimiento de un sistema especial para dichos trabajadores. Esta ley establecía que toda empleada de hogar debía estar dada de alta en la seguridad social y que las cuotas debían ingresarse, siempre, por parte de su empleadora. El Real Decreto 1620/2011 reguló la relación laboral de carácter especial del sector, contemplando una mejora de algunas condiciones laborales. Sin embargo, el Real Decreto 29/2012, que entró en vigor en abril de 2013, matizó a la baja la mejora recogida en la ley de 2011, abriendo la posibilidad a la negociación –cuando se trabaje menos de 60 horas al mes para una misma empleadora– sobre quién debe responsabilizarse de la obligación de cotizar. Parece claro que la negociación entre dos partes entre las que media una abismal diferencia de poder se traduce en que son las empleadas quienes ingresan la aportación propia y la correspondiente a la empleadora.

Las condiciones sociales y laborales del empleo de hogar son malas para cualquier persona que se emplee en el mismo. Pero su interacción con la normativa de extranjería lo convierten en especialmente pernicioso para las mujeres migrantes. La sociología habla, a este respecto, de la “progresiva etnización de los servicios reproductivos más desvalorados socialmente”.

El sistema de renovación de tarjetas de residencia: una invitación al abuso

Como nos muestra el relato de Jamila, la crisis tiene graves consecuencias para las mujeres inmigrantes que trabajan en el empleo de hogar. Aunque el impacto en el empleo es mucho más fuerte para los hombres en los primeros años (2008-2010), al comenzar por el sector de la construcción y algunas ramas industriales, el contagio a otros sectores hace que en el período 2011-2013 el desempleo afecte ya fuertemente a las mujeres, y especialmente a las inmigrantes.2 Paralelamente, el empleo que se crea es extremadamente precario, lo que perjudica de nuevo especialmente a las mujeres inmigrantes, que reciben en mayor proporción ofertas de empleo a jornada parcial o que “negocian” condiciones de trabajo reales mucho peores que las de su contrato, cuando lo tienen –y el 38% de las empleadas del hogar no lo tienen–.3

Además de la vulnerabilidad marcada por el contexto de crisis y por el Régimen de Empleo del Hogar, hay otra amenaza y otra forma de producir precariedad e inseguridad: la que sufren las mujeres migrantes que tienen o buscan empleo y que además dependen del contrato para poder renovar su tarjeta de residencia. En general, el sistema de renovación de tarjetas de residencia, que como hemos visto condiciona las renovaciones a la cotización durante, al menos, la mitad del tiempo de duración de la tarjeta, supone una continua angustia por conservar el empleo para no caer en la clandestinidad sobrevenida. Este proceso de búsqueda de empleo, no solo para comer y para sostener a las personas que dependen de ti, sino para evitar la pérdida del permiso de residencia, se puede alargar en el tiempo –la eternización del desarraigo–. Lo hemos visto a través de la experiencia de Jamila: una persona que entra en España clandestina –y son reducidísimas las posibilidades de migración legal–, pasará en el mejor de los casos más de ocho años haciendo trámites casi de continuo. Este sistema, que funciona para toda la población inmigrante como mecanismo de miedo y sumisión, es aún más duro cuando afecta a trabajadoras de sectores especialmente precarizados como el de los cuidados.

Si prestamos atención a la realidad que provoca esta vinculación entre renovación y cotización, en conjunción con la libertad que la normativa deja a la negociación entre las partes en el sector del empleo de hogar, advertimos fácilmente que muchas empleadas de hogar están pagando su cotización a la Seguridad Social descontada de su salario. Los hogares que las emplean también pasan, en ocasiones, por dificultades económicas. Pero este sistema invita a las empleadas a ofrecer, y a las inmigrantes a aceptar, condiciones económicas abusivas con tal de poder renovar su tarjeta.

La denuncia de la violencia machista: una trampa para las inmigrantes

A pesar de las dificultades que una mujer migrante encuentra ante la doble precariedad del sector de los cuidados y de la normativa de extranjería, me preocupa que Jamila se deje arrastrar –precisamente por esas dificultades– hacia la dependencia de una pareja para conservar su permiso de residencia en España, incluso si –algo nada extraño en nuestra sociedad– la relación torna en maltrato. Una idea biempensante me regala un fugaz instante de alivio que se esfuma de inmediato. “La normativa de violencia de género la protegerá”. En seguida recuerdo que la Ley Orgánica 1/2004, de medidas de protección integral contra la violencia de género, a pesar de sus declaradas intenciones, ofrece una protección desigual para las mujeres inmigrantes. Su aplicación, por otro lado, enfrenta considerables barreras para todas las mujeres. Un país en el que los hombres han asesinado a 658 mujeres por motivos machistas en diez años –según los datos oficiales, aunque la cifra seguramente supere las 700 mujeres según las organizaciones de mujeres que entienden la violencia de género en un sentido más amplio y real que las leyes–; en el que se asesina a cinco mujeres en 48 horas sin que la normalidad se altere lo más mínimo; y en el que las mujeres migrantes están sobrerrepresentadas en las estadísticas de víctimas de violencia de género, no me ofrece ninguna tranquilidad. Para mí, ni para ella.

Pero lo que nos interesa aquí es desvelar los mecanismos de la propia normativa que pueden colocar a Jamila, y a cualquier mujer inmigrante, especialmente si se encuentra en situación administrativa irregular, en una situación de desprotección en caso de sufrir –y denunciar– violencia en su relación de pareja.

La Ley de violencia de género de 2004 garantizaba de forma expresa todos los derechos en ella contenidos a todas las mujeres víctimas de violencia “con independencia de su origen, religión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. Sin embargo, pronto las inmigrantes en situación irregular que se atrevieron a acudir a las comisarías a denunciar situaciones de maltrato se encontraron con la práctica policial que anteponía la aplicación de la normativa de extranjería a sus derechos como víctimas de violencia. Es decir, que se iniciaba un expediente administrativo sancionador por estancia irregular contra ellas que podía conllevar su expulsión.

Este perverso mecanismo causó un considerable revuelo y fue denunciado por varias organizaciones de derechos humanos y por asociaciones de mujeres migrantes. En respuesta, la Secretaría de Estado emitió la Instrucción 14/2005 sobre actuación de dependencias policiales en relación con mujeres extranjeras víctimas de violencia doméstica o de género en situación administrativa irregular, con la que justificaba la apertura de procedimientos sancionadores en la obligación de las Fuerzas y Cuerpos Policiales del Estado de cumplir las leyes y, en concreto, la ley de extranjería. Actualmente, la normativa de extranjería posterga la apertura del expediente sancionador hasta la finalización del proceso penal. Esto significa que la suspensión definitiva del proceso de expulsión de la mujer en situación irregular se supedita a una sentencia judicial favorable. Si hay sentencia condenatoria, se concede una autorización de residencia de larga duración siempre que haya sido solicitada previamente. En caso de sentencia absolutoria del agresor, el procedimiento de expulsión por infracción administrativa se retoma. Es decir, que la irregularidad se sigue castigando en los casos de violencia de género, cuando son las propias mujeres quienes revelan su situación irregular a las autoridades al denunciar las agresiones. Qué hipocresía la de las campañas institucionales que lanzan incesantemente el mensaje “ante los malos tratos, mujer, denuncia”.

La hipocresía es especialmente grave teniendo en cuenta la alta incidencia de esta violencia sobre las mujeres inmigrantes. Según datos del Observatorio Estatal de Violencia de Género, las agresiones mortales basadas en el género muestran una sobrerrepresentación tanto de víctimas como de agresores de nacionalidad extranjera. Según Amnistía Internacional,4 en 2007, la tasa por millón de mujeres extranjeras asesinadas por sus parejas o exparejas era casi seis veces mayor que la tasa en el caso de las españolas. En 2011, de las 61 mujeres asesinadas, 22 eran extranjeras, lo que representa un 36% de las víctimas.

Los motivos para estas altas cifras son varios, muchos de ellos relacionados con la posición de vulnerabilidad en que la ley de extranjería coloca a las inmigrantes. Así, las mujeres temen que denunciar la violencia de sus compañeros pueda poner en riesgo su estancia en el país o perjudicar su proceso de regulación. Además, numerosos informes apuntan a la dependencia económica del agresor como un factor importante a la hora de mantener la relación con ellos. Hasta 2009, además, la autorización de residencia de las mujeres reagrupadas estaba condicionada a la convivencia con el reagrupante y no las autorizaba a trabajar.

Interesa, en cualquier caso, hacer una mención crítica al abordaje institucional y legislativo de la violencia, que coloca una atención desmedida en la violencia más extrema –mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas– y enfatiza la denuncia de las mujeres como mecanismo casi exclusivo para salir de esa violencia y acceder a los servicios y recursos sociales disponibles.

Por una parte, poner el foco sobre las asesinadas ensombrece, cuando no oculta, el entramado en el que la violencia machista se genera y desarrolla.5 Por otra, el acento sobre la denuncia contiene el riesgo de reducir la lucha contra la violencia a ese único momento y de mostrar las trayectorias de las mujeres maltratadas como un proceso lineal, en el que la intervención de las instituciones con ellas como víctimas cobre una importancia desmedida. Así, la sociedad se puede desentender porque de la violencia machista ya se encargan el Estado y la policía. Esta mirada coloca la responsabilidad de sufrir violencia sobre las propias mujeres e ignora su capacidad de generar estrategias de supervivencia alternativas, que no pasan por la intervención estatal –de la que, además, las mujeres inmigrantes tienen razones fundadas para desconfiar–.

Notas:

1 Thais Guerrero Padrón (2005): Inmigración femenina y servicio doméstico: resurgimiento de un régimen especial de Seguridad Social decadente. Universidad de Cádiz

2 COLECTIVO IOÉ: La población inmigrada ante la crisis: ¿mirando hacia otro lado? Boletín Ecos nº 24, septiembre-noviembre 2013.

3 OIT: Conoce tus derechos. Preguntas y respuestas sobre trabajo decente para las trabajadoras y los trabajadores domésticos.

4 AMNISTÍA INTERNACIONAL ESPAÑA: Informe Más riesgos y menos protección. Mujeres inmigrantes en España frente a la violencia de género. Noviembre de 2007.

5 CRISTINA VEGA SOLÍS y BEGOÑA MARUGÁN PINTOS: Gobernar la violencia. Apuntes para un análisis de la rearticulación del patriarcado. Política y sociedad, vol. 39, nº 2, 2002.

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