Alicia: —es mi cuerpo, yo decido… (La Madeja nº 0)

Lorena Fioretti

En uno de los reflexivos y agudos diálogos que recorren Alicia a través del espejo (continuación de Alicia en el país de las maravillas), del escritor inglés Lewis Carrol, uno de los más entrañables personajes le dice a Alicia: Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos. –La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. –La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso es todo.

La cuestión es saber quién tiene el poder, el poder de alzar la voz y decidir. Este será el hilo argumentativo que intentará hilvanar el presente artículo.

El tema del aborto ha sido abordado desde diversas perspectivas, sustentado o censurado por múltiples y diferentes razones. No pretendo en este artículo seguir discutiendo en el espacio que, tanto los discursos religiosos como los aparentemente laicos, nos proponen: los plazos que deben tenerse en cuenta, la salud de la madre o del feto, las discusiones sobre el comienzo de la vida, etc.; debates que resultan quizás necesarios, pero que no agotan, entiendo, de ningún modo el tema. En este caso, intentaré desplazar la perspectiva desde la que se ha pensado la temática para llevarla al campo de la palabra y por ello, al campo del poder. Creo que en este momento es preciso hablar del poder, de quién tiene el poder de decidir sobre el tema del aborto. Para ello, resulta interesante recurrir a la consigna que protagonizó la última campaña a favor del aborto libre y gratuito que llevamos a cabo algunos colectivos de Asturias el pasado otoño: «Es mi cuerpo, yo decido.»

¿De qué hablo cuando digo «es mi cuerpo, yo decido»? Como sabemos, el lenguaje no es un instrumento transparente que se reduce a la verbalización, en un contexto determinado, de algunas ideas que deseamos transmitir a aquellos y aquellas con los que pretendemos comunicarnos. Cuando dialogamos, hay en juego mucho más. Y porque se trata justamente de un juego, existen, por un lado, leyes que determinan las formas y el contenido de lo que queremos decir, y por el otro, lugares desde los que hablamos. Pero además, cada palabra responde a una construcción histórico-política que no representa, mediante una relación natural, la cosa de la realidad. Las palabras cobran sentido en un juego de diferencias con otras palabras. Así, la palabra mujer (y la construcción real de esta identidad) cobra sentido en relación a la construcción de otras palabras (y de otras identidades) que nombran otras experiencias subjetivas. El cuerpo del que hablamos está indisolublemente unido a un sujeto psíquico-social que se va constituyendo y que nombra, pero sobre todo es nombrado por otros sujetos cuya palabra colectiva recuperamos en el lenguaje. Es decir, las palabras con las que nombramos este cuerpo «femenino» son desde ya denominaciones no inocentes que responden a un claro discurso de poder y que crean, en este caso, nuestro cuerpo como un cuerpo eminentemente «reproductivo», olvidando entre otras cosas, que el mismo es además el lugar del goce. Ha sido este mismo discurso el que ha estructurado el mundo: su lógica bélica, conquistadora, amorosa (lo que debe ser entendido por amor), económica, religiosa, etc. El cuerpo de la mujer en toda esta maquinaria ocupa un lugar esencial. Desde ya, no pretendo desconocer estas complejas determinaciones.

Si las palabras no nombran de manera unívoca la cosa de la realidad, entonces ésta no es un hecho dado, sino un hecho que podemos interpretar/construir de diversas maneras. Y por supuesto, depende siempre de quién lo interprete y de los intereses individuales, pero también y fundamentalmente sociales, que haya en juego en esa experiencia. En esto consiste el juego irrenunciable en el que estamos inmersas. Es fácil suponer entonces, que cuando hablamos, se trata de quién tiene el poder para nombrar una realidad y determinar que su interpretación puede ser impuesta a otras. La pregunta es quién tiene el poder de nombrar, de nombrar nuestro propio cuerpo, de constituirlo y desde qué lugar se construye el derecho a decidir sobre el mismo. Creo que es nuestra propia experiencia, el lugar legítimo para construir este espacio de decisión. Experiencia que transitamos sólo las mujeres.

Las diversas argumentaciones que desde diferentes espacios de poder han intentado determinar quién tiene el derecho de decidir sobre el cuerpo de cada mujer, en el caso del aborto −pero no solo en este caso, sino en general, en todo lo relacionado con la «salud reproductiva» de la mujer−, posiblemente nunca podrán llegar a un acuerdo. En este sentido, lo que nos interesa no es un consenso en relación a la verdad del asunto, ya que la verdad, como dijimos, siempre es una perspectiva y la toma de posición frente a un hecho. Por ello, en esta ocasión, nos interesa la libertad con la que cada mujer nombra el deseo en relación a su propio cuerpo, a su propia vida, cualquiera que sea esa decisión, en tanto experiencia corporal única y personal. En el tema del aborto −y en tantos otros− no se trata ya de saber quién tiene más o mejores razones, sino de saber quién tiene el poder, es decir, la libertad y el derecho de decidir. Y lamentablemente, el poder sobre el cuerpo de las mujeres lo han tenido sistemáticamente los hombres o los discursos engendrados por ellos; o ciertas mujeres que crecieron, como todas nosotras, en el seno de una sociedad estructurada por razones patriarcales, cuando no abiertamente machistas.

El poder de decisión que reclamamos implica una ética que no nos imponga a todas una determinada actuación, sino que nos permita reflexionar y evaluar libremente en torno a nuestro hacer. Reflexión que bajo el supuesto de la responsabilidad nos permita hacer a cada una lo que creamos mejor en tiempo y forma. Sostener la reivindicación «es mi cuerpo, yo decido», supone el hecho de que las mujeres somos capaces de asumir todas las responsabilidades y consecuencias de dicha decisión. Este proceso también implicará, porque compartimos nuestras vidas con otras personas, el acompañamiento −sin paternalismos− científico/ médico y afectivo/educacional oportuno. No correremos el riesgo de hacer de esta reivindicación un supuesto individualista, con el que algunas mentes suspicaces quieran relegar el aborto al campo de lo estrictamente privado, entendiendo por el mismo la más despiadada y clandestina soledad. Finalmente, la reivindicación supone comprometer a quienes se sientan implicadas/os y deseen hacerlo.

alicia