En la plaza el monumento, la obra en el museo, el titular en el periódico, el hombre en el trabajo y la mujer en su casa… La ciudad intenta ordenar en su territorio a los sujetos, los objetos y sus significados, delimitar y formatear los circuitos para el consumo y la recepción, los espacios de creación y los momentos para la emoción.
Muy a su pesar, la sociedad que la habita marca el latido, golpe a golpe, golpe a golpe, de la vida de los sentidos compartidos. Subvierte, eterniza, invierte y desinvierte, reacomoda y construye los mensajes, se infiltra en los recodos, rellena los blancos, se inscribe sobre ruinas y sobre nuevas construcciones marcando el paso, el paso. He aquí: el habla.
Su forma es la palabra suelta en la calle, el anzuelo y la cuerda que empujan hacia una superficie de encuentro, diálogo y discusión. La conexión con la posibilidad de expandirse y tramarse, de hallarse y de pertenecer.
Y ya se dijo que las paredes son la imprenta de los pueblos. Y que llevan la impronta, la huella, la afirmación y la memoria del paso y el existir de sus gentes, de algunos o de uno.
Con la vieja forma de las letras nace la palabra fresca y toma un espacio: frente a las publicidades –y sus prioridades–, a las señales y los canales de difusión de la calidad y la cualidad de las masas, explicitada en normas y marcos y números. La palabra aparece para construir y representar, para metaforizar, obrar y significar. Con intención de gritarle a usted, gustarle a usted, de que usted responda, para sí o para nos, que devuelva una palabra para ingresar en el juego de la conversación. Que usted se dé por aludida y esté, quizás, de acuerdo. Desea que luego de leerla continúe usted leyendo la ciudad, en la versión de la calle, la de los medios y la de sus días enteros. Pretende que lea y relea las irregulares versiones del mundo, desiguales y profusas. Las repetidas y las reconstruidas, todas las versiones, las talladas por siempre en piedra y las que con prisa se estampan con plantilla –todas las letras a la vez, una y otra vez–.
Aparece en el muro la palabra hecha consigna: breve, irruptiva y visible.
Una consigna armónica estampada sobre el ruido de la ciudad; en verso, en rima, en juego de palabras, en estallido; concisa, implacable y esbelta frente a las cacofonías de la radio y los desordenados titulares del diario matutino.
Va el transeúnte, del trabajo al hogar. La consigna convierte su errática mirada en lectura, su pasar en un instantáneo participar; es la invitación a indagar en eso que la consigna reza y en aquel misterioso mecanismo que la trajo hasta aquí. ¿De dónde proviene, así manuscrita, apurada en el trazo, tan necesaria, tan vital?
Es la huella de una mujer en su camino: de la casa a la calle, a la plaza, a la obra, a la consigna.