Despreciar el ser mismo: pero el despreciar mismo todavía es este ser: y, al decir no, seguimos haciendo aquello que somos… hay que reconocer la absurdidad de este ademán de jueces de la existencia; y acto seguido intentar todavía adivinar qué cosa se produce entonces propiamente con ello. (Nietzsche, Escritos Póstumos IV (1885-1889)
¿Una mujer? ¿Dónde, quién, desde cuándo? La pregunta por la mujer, por sus formas, por su devenir, por su ser, es sin lugar a dudas uno de los interrogantes más controvertidos, pero también más fructíferos de este siglo. Es de alguna manera la pregunta por lo otro, lo diferente.
Las mujeres tomamos la palabra en un acto explícito de poder. Utilizamos esta palabra liberadora para pensarnos públicamente, para opinar, para disentir, para contar nuestras realidades particulares; para intentar construir la mujer que queremos ser en cada caso, para hacer de la reflexión sobre nuestra cotidianidad, una cuestión eminentemente política. Pero en el intento de universalizar esa mujer, intento tramposo al que a veces nos ha conducido la Modernidad, olvidamos que lo que llamamos mujer es sólo el punto de partida para una multiplicidad infinita e inagotable de identidades. Por ello, este empoderamiento necesario ha devenido en ocasiones el lugar propicio para estigmatizar a otras, como si el proceso de diferenciación implicara dejar afuera a aquellas que, creemos, no son como nosotras. (¿Lo supone?).
Es decir, a partir de lo que algunas consideraron debía ser una mujer, se dejaba en los márgenes de las reivindicaciones otras muchas y complejas realidades. Acto contradictorio que por un lado reivindica la libertad y el empoderamiento, pero que restringe esta posibilidad a aquellas personas que se encuentran en la órbita de lo que ha sido definido previamente como mujer/sujeto de la reivindicación. Ya en los años 90, Butler señalaba: «la suposición política de que debe haber una base universal para el feminismo, y de que puede encontrarse en una identidad supuestamente existente en todas las culturas… ha sido muy criticada en años recientes debido a que no da cuenta del funcionamiento de la opresión de género en los contextos culturales concretos en que existe». 1
¿Quiénes y cómo se establecen las delimitaciones que circunscriben las fronteras de nuestras reivindicaciones? ¿Junto a quiénes organizamos nuestra lucha? Cuando hablamos, ¿a quiénes representamos? ¿Es posible erigirse en las portavoces de todas? ¿Quiénes somos todas?
Este proceso contradictorio es tal vez el punto en el que coinciden todos los movimientos sociales. Por ello, tal vez sea necesario plantearnos el modo en el que tomamos el poder y en el que definimos el objeto/sujeto de nuestra lucha. Quizás el debate ya no pase por quién tiene el poder ni qué hacemos con el mismo, sino justamente, si es el poder la única forma de pensar nuestra militancia. Es decir, si no habría que, al menos como horizonte político, pensar una forma de relacionarnos/reivindicarnos, más allá de esa lógica del poder hasta ahora construida, dividida entre quienes lo ostentan y quienes lo padecen. Porque no importa quién tenga el poder, el problema es el poder mismo. Poder que abre el camino de la autopercepción y la decisión, pero con el que corremos el riesgo de reproducir aquello mismo contra lo que luchamos. Si bien seguimos siendo, en muchos ámbitos, esas otras, siempre habrá otras y otros que nos recordarán los límites del empoderamiento. Pero seguramente este es otro debate que no pretendemos sostener en este espacio.
En las reivindicaciones feministas del siglo XX, el abstracto «mujer» fue convirtiéndose cada vez más, en una mujer blanca, occidental, culta, proveniente de sociedades industrializadas, etc. El movimiento fue complejizándose y es entre los años 70-80 que muchas mujeres anglosajonas (no desconocemos que la historia del movimiento, sus raíces, se originan mucho antes, que hay grandes textos y revueltas protagonizadas por mujeres de otros márgenes desde el siglo XVI) empiezan a interrogar las determinaciones que las excluyen de la sociedad, entendiendo que la de género es una, pero no la única que sostiene la discriminación. Las explicaciones de género se irán anudando en su caso a las de raza, clase, etnia, etc., convirtiéndose las mujeres negras en esas otras que limitan el intento de generalizar, de universalizar; movimiento que implica desconocer y anular rápidamente las diferencias. ¿Quiénes son hoy esas otras mujeres? ¿Las mujeres latinoamericanas, las musulmanas de aquí y de allá, las africanas, las de los países «del este» –de Europa, claro—?
No fueron sólo las mujeres negras inglesas las que extendieron los límites de las reivindicaciones y cuestionaron las fronteras hasta ese momento construidas, sino también las mujeres anarquistas, socialistas, latinoamericanas, norteamericanas, chicanas, otras europeas, etc., las que, cada una desde sus espacios particulares, y en diferentes épocas históricas, complejizaron tanto el escenario que la teoría feminista se fue transformando en un instrumento propicio no sólo para pensar a las mujeres, sino para repensar la lógica mediante la que el mundo se ha estructurado y dividido. Por ello, la pregunta por la mujer no sólo es la pregunta por una singularidad subjetiva que responde al interés particular por un sujeto, sino que deviene una de las perspectivas desde la cual es posible interrogar, cuestionar, hacer tambalear, finalmente de-construir –seguramente para construir nuevos– los presupuestos sobre los que las identidades están asentadas. De esta manera hemos tejido la compleja trama que sostiene hoy el feminismo. ¿No es ésta la manera en que se construye todo movimiento socio-político? ¿Quiénes y cómo se establecen las delimitaciones que circunscriben las fronteras de nuestras reivindicaciones? ¿Junto a quiénes organizamos nuestra lucha? Cuando hablamos, ¿a quiénes representamos? ¿Es posible erigirse en las portavoces de todas? ¿Quiénes somos todas? Posiblemente sean estos interrogantes los que debamos plantearnos constantemente en nuestra propia militancia para que la teoría y práctica feminista –y cualquier otra– permanezcan vivas.
La identidad no es un lugar seguro de pertenencia inalterable, sino el espacio potencial en el que es posible hacer la revolución, o al menos, propiciar el espacio para la insurrección.
¿Una mujer? ¿Con quién, para qué, según quién? ¿En qué sociedad? ¿En el norte o en el sur? ¿O en el tránsito entre ambos? Ser mujer, como ser hombre, lesbiana, gay, como ser en general, no responde a una configuración simple. Si nos construimos siempre en relación a otros seres, la esencia no existe: no hay un ser mujer, sólo un devenir mujeres, lesbianas, negras, latinoamericanas; pero también un devenir hombres, homosexuales, transexuales, etc. Nos (re)creamos siempre al ritmo de otras transformaciones. Identidades en tránsito. La identidad no es un lugar seguro de pertenencia inalterable, sino el espacio potencial en el que es posible hacer la revolución, o al menos, propiciar el espacio para la insurrección.
Creo que 20 años después, continuamos transitando el camino que, entre otras, señalaba Butler cuando decía: «dentro de la práctica política feminista parece necesario un replanteamiento radical de las construcciones ontológicas de la identidad para formular una política representativa que pueda revivir el feminismo sobre otras bases.» 2
Así se abre esta sección, con la intención abierta de dialogar, de discutir, de pensar, y −por qué no− de confrontar y disentir. No pretende la misma ser un repaso histórico de verdades acumuladas, sino un espacio continuo de voces levantadas. (Continuará).
1 Butler, (1990 [1999]) El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad,
México, Programa Universitario de Estudios de Género, UNAM, 2001, pág. 36.
2 (obra cit. pág. 37).