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Quiero ser como Meryl Streep (La Madeja nº 0)

E. M. Álvarez

Nunca he escrito una reseña sobre una película, y las que leo no suelen gustarme mucho, por ello, las dudas sobre cómo enfrentarme a este texto fueron muchas… Finalmente decidí compartir con vosotras algunas reflexiones sobre un tema que me interesa especialmente. Espero que, al menos, resulte entretenido.

Quisiera empezar hablando de lo que ocurre cuando vemos cine. En la mayoría de las ocasiones lo que esperamos de una película es que nos distraiga, nos haga olvidar por un momento los agobios del día; por eso nos sentamos desprevenidas y dispuestas a ver lo que sea (sobre todo si es la tele). Y entonces, ante nuestros confiados ojos, se ponen en marcha los mecanismos de comunicación del cine: imagen, luz, sonido, una historia, los personajes… Pero, ¿somos conscientes de cómo funcionan esos mecanismos?, ¿qué hace que una película nos enganche?, ¿por qué nos identificamos con un personaje concreto? Evidentemente, tratar de contestarnos a todas estas preguntas nos llevaría mucho tiempo, por eso me gustaría centrarme en la última de ellas. Y, para entendernos, pondré un par de ejemplos muy generales.

La película puede estar protagonizada por una actriz, generalmente joven y guapísima. Suele ser una historia dramática en la que ella sufre violencia o dolor por la pérdida de un familiar muy cercano; o bien un bonito cuento en el que encuentra el amor de su vida. O, también bastante comunes, mujeres asesinas, viudas negras que planean a sangre fría terribles venganzas. No me gustan mucho las moralejas de estas películas; me pregunto qué ejemplos de mujeres son los que muestran y por qué (a pesar de no tener nada en común) puedo sentirme identificada con la protagonista como para ver la película hasta el final y sentirme aliviada de que acabe bien.

Sin embargo, en la mayoría de los casos, el protagonista es un hombre y entonces ya tengo un abanico más amplio para elegir. Puede tener muy variadas profesiones, lo que permite ver muchos modelos de hombres (o al menos de trabajos); también vive historias de superación, pero remonta sus problemas sin ayuda; suelen ser personajes positivos; tienen una mujer al lado que les anima pero al mismo tiempo depende de ellos, lo que la convierte en una carga más… Si fuera hombre me gustaría parecerme a los personajes valientes y nobles del cine clásico pero, siendo mujer, ¿cómo puedo identificarme con ellos?

Aquí entra en juego uno de los mecanismos cinematográficos del que somos menos conscientes, la identificación. La identificación con la protagonista o el protagonista se produce cuando nuestra mirada se mezcla con la de la cámara. Sabemos que es la cámara la que nos guía, mostrándonos aquello que quiere que veamos pero, al mismo tiempo, nos sentimos incapaces de mirar hacia otro lado, de ver algo distinto a lo que nos pone delante. La cámara nos coloca en un punto de observación que nos permite verlo todo, a la vez que nos libera de la responsabilidad en los acontecimientos que estamos viendo: somos observadoras inocentes.

También nos identificamos con actrices o actores que nos caen bien, nos atraen físicamente o nos gustan por el tipo de personajes que interpretan. Aunque puede ocurrir que nos identifiquemos con personajes que rechazaríamos a priori.

Bueno, pues ya tenemos una actriz o un actor con el que identificarnos. ¿Lo tenemos? Aunque el cine «facilite» que, aún siendo mujeres, podamos ponernos en la piel de Indiana Jones necesitamos personajes femeninos positivos en los que vernos reflejadas. Claro que aquí hay un pequeño problema; la mayoría de las protagonistas (por suerte hay algunas excepciones) son como las modelos de las pasarelas: eternamente jóvenes, delgadas y bellas. ¿Con quién nos identificamos las mujeres normalitas que pasamos de los 35, 45 o –el más difícil todavía– 60 años? La mirada que el cine nos devuelve sobre la mujer es profundamente masculina: las actrices son cuerpos-objeto que nunca envejecen y, desde ese punto de vista, siempre será mejor ver a una mujer joven y maquillada aparentando 50 años que a una actriz de esa edad. Un ejemplo: Angelina Jolie haciendo de madre de Colin Farrell en la película Alejandro Magno (Oliver Stone, 2004). La diferencia de edad

real entre ambas es de un año…

Sin embargo, hay algunas actrices que consiguen superar todas estas barreras y obtener papeles protagonistas, y entre ellas destaca Meryl Streep. No es que los papeles que interpreta sean todos modelos a seguir, pero desde luego permiten ver a una mujer de 60 años que no oculta su edad y es protagonista de su vida.

Me gustaría analizar, brevemente, dos de los personajes de sus últimas películas para explicarme mejor.

Donna Sheridan (en Mamma Mía!, Phyllida Lloyd, 2008) es una madre soltera y «hippie» que vive feliz en una isla griega. Las dificultades surgirán cuando su hija, que va a casarse, invite a la boda a los tres posibles candidatos a padre que ha descubierto leyendo el diario de su madre. Meryl Streep se pasa la película corriendo, bailando y cantando junto con sus dos mejores amigas y tropezando a cada rato con sus tres antiguos amantes (no queda muy claro si fueron los tres únicos de su vida…). Escena tras escena vemos a las mujeres de la película apoyarse, divertirse y consolarse. En un mundo –el del cine, pero no sólo– donde las mujeres parecemos condenadas a pelear entre nosotras por un hombre, estos personajes nos muestran otras formas de relacionarnos.

A pesar de ser un vehículo de entretenimiento puro, la película toca con suavidad temas como las relaciones intergeneracionales, los distintos modelos de familia o la homosexualidad. Ciertamente acaba con el final feliz del cine clásico, una boda; aunque no la de la joven Sophie –que decide irse a recorrer mundo con su compañero– sino la de Donna con uno de sus antiguos amantes (sí, Pierce Brosnan, 007). Y resulta que los tres posibles padres deciden compartir la paternidad de Sophie, aunque tampoco quedan muy claras las implicaciones de esto…

Julia Child (en Julie & Julia, Nora Ephron, 2009) fue una famosa cocinera estadounidense que, en los años 60, llevó la cocina francesa a EE.UU. a través de su libro Dominando el arte de la cocina francesa y de su programa de televisión. La película, basada en personas reales, cuenta dos historias entrelazadas: la de Julia Child, que descubrió su pasión por la cocina durante el tiempo que vivió en París en los años 50; y la historia de Julie Powell, una treintañera funcionaria del estado que se propone hacer todas las recetas del libro de Julia, mientras escribe un blog contando sus experiencias culinarias.

El personaje de Meryl Streep vuelve a ser el de una mujer fuerte y decidida que compite en un mundo masculino, el de los aprendices de la prestigiosa escuela de cocina francesa, Le Cordon Bleu (todos hombres, ¡y militares!). Sin embargo, las relaciones que mantiene con las mujeres que la rodean, o con su marido, son de apoyo mutuo y complicidad.

Las vidas de las dos mujeres se mezclan en la película; y las imágenes nos llevan de una mansión del París de los 50 a un ruidoso apartamento en el Nueva York de hoy. Y es la cocina el nexo de relación entre ambas, pero no como el espacio cerrado y «femenino» por excelencia, sino como una forma de superación de las dificultades de la vida o de creación artística. Para Julia comer es disfrutar, por tanto cocinar es su forma de expresar y compartir ese disfrute. Para Julie, que vuelve cada día deprimida del trabajo, las enseñanzas de Julia, a través de sus recetas, le permiten congraciarse con un mundo hostil y volver a levantarse cada mañana.

Sin duda, en personajes como estos podemos sentirnos reflejadas las mujeres, sabiendo que dejamos atrás los estereotipos de otros. Pero siguen siendo una minoría. Como decía antes, tras cada película hay toda una serie de mecanismos que posibilitan que nos identifiquemos con un personaje, pero también hay un determinado código estético o un mensaje de comportamiento que se muestra positivo frente a otro negativo. Si la excepción, en lo que a personajes femeninos se refiere, son papeles como los de Meryl Streep, en poco tiempo ya no se contará con actrices de más de 40 (o todas habrán sufrido 25 operaciones en cada pata de gallo); y si el cine es un reflejo de la sociedad que construimos (o viceversa) que cada una saque sus propias conclusiones.

Yo, de momento, quiero ser como Meryl Streep.