La tradición socialista presenta los rasgos propios de un ciclo histórico cerrado. A lo largo del siglo XIX el socialismo exhibe el perfil de una tradición intelectual en la edad de la fuerza: se conforma un imaginario pletórico, caracterizado por su empuje juvenil, ilusionado, visionario y confiado, que derrocha creatividad y una asombrosa ambición analítica. Con el cambio de siglo se abre un periodo de crecimiento y desarrollo, pero también de importantes conmociones internas que crearán divisiones insuperables en su seno. Al mismo tiempo, la imaginación socialista entra en un proceso de enfriamiento, caracterizado por la pérdida de relevancia de la agencia humana en favor de la primacía de lo político como instancia privilegiada de implantación del socialismo (vía reformista o revolucionaria), y la creciente importancia que un cientifismo impasible alcanza en la consideración del socialismo y de la crisis definitiva del capitalismo. Finalmente, desde la mitad del siglo XX, se apuntan los rasgos de una imaginación socialista congelada que no solo ha perdido la creatividad y el empuje de sus años de juventud, sino también la fortaleza y las certezas de un tiempo anterior de adusta prepotencia.

Estamos, ahora, ante un extremado agotamiento social, político, ideológico y cultural de la imaginación socialista. A esto se añade una honda incapacidad tanto para la elaboración teórica crítica, como para promover algún tipo de utopismo que propicie la imaginación de lo alternativo y la esperanza de lo posible.