Marcos García Sánchez
Judit había sufrido mucho. Su pueblo, el pueblo judío, asediado en la ciudad de Betulia por las tropas del general asirio Holofernes, desesperaba después de más de un mes atrapado. Sin apenas agua en sus pozos y con muy poca comida que repartirse, malamente iban a poder seguir aguantando mucho más tiempo. Fue por eso que llegó el día en que Judit decidió quitarse las ropas de viuda, engalanarse para la ocasión, y presentarse –acompañada por una doncella– en el campamento enemigo, pidiendo ver al general con el pretexto de darle una información sobre los asediados. Holofernes, que al poco de tratar con ella se quedó prendado de «tanta sabiduría y belleza», organizó una cena íntima con abundante comida y bebida. Tanta, que acabó la noche durmiendo su borrachera sin apenas tener tiempo de reaccionar en el momento en que Judit –ayudada de su doncella– le rebanó la cabeza con una cimitarra. Pertrechadas con el trofeo, volvieron al alba hacia Betulia sin ser molestadas, ofreciendo la cabeza del general a su pueblo, que no tardó en colgarla de las almenas, consiguiendo de esta forma que los asirios –espantados con la terrorífica visión– se fuesen por donde habían venido y liberando así al pueblo judío del largo asedio.
La historia está sacada del Antiguo Testamento y aunque como ficción patriótica cumplió (y tristemente sigue cumpliendo) muy bien su función, la verdad es que carece de fundamento histórico alguno: la ciudad de Betulia (Beth Eloa, en hebreo significa Casa de Dios) nunca existió, tampoco se sabe de la existencia de ningún general asirio llamado Holofernes y el historiador judío del siglo I Flavio Josefo, uno de los autores clásicos más leídos en Europa durante la Edad Media, ni siquiera menciona nada de esto en ninguno de los veinte tomos de su obra Antigüedades Judías, donde no escatima esfuerzos en glorificar al pueblo judío.
Lo que sí es más cierto es el cuadro que pinta Artemisia Gentileschi a principios del siglo XVII en donde representa la escena de la decapitación. Pintura que realiza con menos de treinta años, poco tiempo después de ser violada por su profesor de perspectiva, de tener que soportar la humillación de un juicio público en donde la someten a torturas para comprobar que no estaba mintiendo, a exploraciones vaginales para verificar que había perdido la virginidad durante el trance (si no hubiera sido ése el caso, ni siquiera hubiera podido haber denunciado) y después de ver cómo el acusado volvía a pasearse por Roma, una vez que el juez lo perdonara tras pasar ocho meses en prisión.
La verdad es que recordar a Artemisia Gentileschi por este motivo no le hace justicia. A nadie le gustaría que se acordasen de una después de 400 años por haber sido violada. Y menos –si cabe– con la interesante obra pictórica que nos ha llegado de ella, mucha de esta obra atribuida en su momento a su padre, un afamado pintor por el que se ve ampliamente influenciada al negársele el acceso a las academias de arte del momento y al ser con él con quien aprende y perfecciona su técnica.
Su primera obra, Susana y los viejos, firmada con apenas 17 años, reúne dos de los motivos que caracterizarán muchos de sus futuros trabajos: la iconografía bíblica con presencia de mujeres y el desnudo femenino, alejándose así de los retratos, los bodegones, las escenas de la vida cotidiana y las representaciones marianas con que otras pintoras de la época –que las había, evidentemente, y bien buenas– como Sofonisba Anguissola, Lavinia Fontana o Fede Galizia, satisfacían las necesidades de sus mecenas. Y es ya desde esta primera obra que Artemisia imprime a sus trabajos un sello muy particular, representando a Susana en una actitud esquiva y huidiza con respecto al acoso de los viejos, distanciándose así de otras interpretaciones en las que ésta asume un papel más permisivo o libidinoso, cuando no abiertamente lascivo.
Son muchas las mujeres que ha representado en sus pinturas además de Judit y Susana: Bethsabé, Lucrecia, Minerva, Cleopatra, Magdalena, Esther, Yael, Galatea, Andrómeda o Diana pueden ser algunas de ellas, habiendo sabido entenderlas a todas de una forma seguramente muy distinta a como lo habían hecho hasta entonces otros pintores y representándolas con una maestría que le valió el ser la primera mujer en ingresar en la prestigiosa «Academia delle Arti del Disegno» de Florencia.