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Mujeres de ojos rojos. Del arte feminista al arte femenino (La Madeja nº 1)

Mujeres de ojos rojos. Del arte feminista al arte femenino. Susana Carro Fernández. Editorial Trea, Gijón, 2010. 264 páginas

Alba González Sanz

El estudio de las relaciones entre arte y pensamiento no suele despertar nuestra sorpresa, salvo cuando tenemos entre manos un libro que viene a llenar un vacío en el discurso, conectando, de forma reveladora, ideas e imágenes importantes. Tal es el caso de Mujeres de ojos rojos, un ensayo a través del cual la autora explora las relaciones entre el pensamiento feminista producido desde los últimos años del siglo XIX a la década del 90 y las manifestaciones artísticas que un grupo de creadoras produjo al calor de esos debates teóricos. El libro es la única monografía en español que aborda esta conexión y, sobre todo, que permite conocer la historia del arte feminista con rigor. El arte como medio para la acción política, para la indagación estética y para la reflexión ética en torno a las relaciones de mujeres y hombres en todos los ámbitos de la vida. El arte y el feminismo, sus conexiones fecundas y escasamente puestas en valor por la crítica especializada. Un análisis lúcido de teorías pero sobre todo de propuestas artísticas revolucionarias cuya contextualización política amplía el alcance de los movimientos feministas que las vieron nacer.

Susana Carro Fernández enlaza a las teóricas (Mary Wollstonecraft, Simone de Beauvoir, Kate Millet, Hélène Cixous…) con las creadoras (Louise Bourgeois, Judy Chicago,Anada Mendieta o Martha Rosler) en un volumen de factura impecable que repasa cronológicamente los hitos y principios del pensamiento feminista pero sobre todo la relación de una serie de creadoras con esas ideas y con el propio medio artístico: tradición, canon, exposiciones, escuelas, técnicas, materiales y enfoques académicos sufren a su vez un replanteamiento desde el arte feminista que busca incorporar a nuestro acervo artístico las voces de muchas mujeres creadoras que se expresaron desde su identidad y en muchas ocasiones padecieron (y padecen) un absoluto silencio entre crítica y público.

Artemisia Gentileschi: el despertar de la conciencia (La Madeja nº 0)

Marcos García Sánchez

Judit había sufrido mucho. Su pueblo, el pueblo judío, asediado en la ciudad de Betulia por las tropas del general asirio Holofernes, desesperaba después de más de un mes atrapado. Sin apenas agua en sus pozos y con muy poca comida que repartirse, malamente iban a poder seguir aguantando mucho más tiempo. Fue por eso que llegó el día en que Judit decidió quitarse las ropas de viuda, engalanarse para la ocasión, y presentarse –acompañada por una doncella– en el campamento enemigo, pidiendo ver al general con el pretexto de darle una información sobre los asediados. Holofernes, que al poco de tratar con ella se quedó prendado de «tanta sabiduría y belleza», organizó una cena íntima con abundante comida y bebida. Tanta, que acabó la noche durmiendo su borrachera sin apenas tener tiempo de reaccionar en el momento en que Judit –ayudada de su doncella– le rebanó la cabeza con una cimitarra. Pertrechadas con el trofeo, volvieron al alba hacia Betulia sin ser molestadas, ofreciendo la cabeza del general a su pueblo, que no tardó en colgarla de las almenas, consiguiendo de esta forma que los asirios –espantados con la terrorífica visión– se fuesen por donde habían venido y liberando así al pueblo judío del largo asedio.

La historia está sacada del Antiguo Testamento y aunque como ficción patriótica cumplió (y tristemente sigue cumpliendo) muy bien su función, la verdad es que carece de fundamento histórico alguno: la ciudad de Betulia (Beth Eloa, en hebreo significa Casa de Dios) nunca existió, tampoco se sabe de la existencia de ningún general asirio llamado Holofernes y el historiador judío del siglo I Flavio Josefo, uno de los autores clásicos más leídos en Europa durante la Edad Media, ni siquiera menciona nada de esto en ninguno de los veinte tomos de su obra Antigüedades Judías, donde no escatima esfuerzos en glorificar al pueblo judío.

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Lo que sí es más cierto es el cuadro que pinta Artemisia Gentileschi a principios del siglo XVII en donde representa la escena de la decapitación. Pintura que realiza con menos de treinta años, poco tiempo después de ser violada por su profesor de perspectiva, de tener que soportar la humillación de un juicio público en donde la someten a torturas para comprobar que no estaba mintiendo, a exploraciones vaginales para verificar que había perdido la virginidad durante el trance (si no hubiera sido ése el caso, ni siquiera hubiera podido haber denunciado) y después de ver cómo el acusado volvía a pasearse por Roma, una vez que el juez lo perdonara tras pasar ocho meses en prisión.

La verdad es que recordar a Artemisia Gentileschi por este motivo no le hace justicia. A nadie le gustaría que se acordasen de una después de 400 años por haber sido violada. Y menos –si cabe– con la interesante obra pictórica que nos ha llegado de ella, mucha de esta obra atribuida en su momento a su padre, un afamado pintor por el que se ve ampliamente influenciada al negársele el acceso a las academias de arte del momento y al ser con él con quien aprende y perfecciona su técnica.

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Su primera obra, Susana y los viejos, firmada con apenas 17 años, reúne dos de los motivos que caracterizarán muchos de sus futuros trabajos: la iconografía bíblica con presencia de mujeres y el desnudo femenino, alejándose así de los retratos, los bodegones, las escenas de la vida cotidiana y las representaciones marianas con que otras pintoras de la época –que las había, evidentemente, y bien buenas– como Sofonisba Anguissola, Lavinia Fontana o Fede Galizia, satisfacían las necesidades de sus mecenas. Y es ya desde esta primera obra que Artemisia imprime a sus trabajos un sello muy particular, representando a Susana en una actitud esquiva y huidiza con respecto al acoso de los viejos, distanciándose así de otras interpretaciones en las que ésta asume un papel más permisivo o libidinoso, cuando no abiertamente lascivo.

Son muchas las mujeres que ha representado en sus pinturas además de Judit y Susana: Bethsabé, Lucrecia, Minerva, Cleopatra, Magdalena, Esther, Yael, Galatea, Andrómeda o Diana pueden ser algunas de ellas, habiendo sabido entenderlas a todas de una forma seguramente muy distinta a como lo habían hecho hasta entonces otros pintores y representándolas con una maestría que le valió el ser la primera mujer en ingresar en la prestigiosa «Academia delle Arti del Disegno» de Florencia.

Horror silentium (La Madeja nº 0)

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horror 3Juano Groisman

En la plaza el monumento, la obra en el museo, el titular en el periódico, el hombre en el trabajo y la mujer en su casa… La ciudad intenta ordenar en su territorio a los sujetos, los objetos y sus significados, delimitar y formatear los circuitos para el consumo y la recepción, los espacios de creación y los momentos para la emoción.

Muy a su pesar, la sociedad que la habita marca el latido, golpe a golpe, golpe a golpe, de la vida de los sentidos compartidos. Subvierte, eterniza, invierte y desinvierte, reacomoda y construye los mensajes, se infiltra en los recodos, rellena los blancos, se inscribe sobre ruinas y sobre nuevas construcciones marcando el paso, el paso. He aquí: el habla.

Su forma es la palabra suelta en la calle, el anzuelo y la cuerda que empujan hacia una superficie de encuentro, diálogo y discusión. La conexión con la posibilidad de expandirse y tramarse, de hallarse y de pertenecer.

Y ya se dijo que las paredes son la imprenta de los pueblos. Y que llevan la impronta, la huella, la afirmación y la memoria del paso y el existir de sus gentes, de algunos o de uno.

Con la vieja forma de las letras nace la palabra fresca y toma un espacio: frente a las publicidades –y sus prioridades–, a las señales y los canales de difusión de la calidad y la cualidad de las masas, explicitada en normas y marcos y números. La horror 4palabra aparece para construir y representar, para metaforizar, obrar y significar. Con intención de gritarle a usted, gustarle a usted, de que usted responda, para sí o para nos, que devuelva una palabra para ingresar en el juego de la conversación. Que usted se dé por aludida y esté, quizás, de acuerdo. Desea que luego de leerla continúe usted leyendo la ciudad, en la versión de la calle, la de los medios y la de sus días enteros. Pretende que lea y relea las irregulares versiones del mundo, desiguales y profusas. Las repetidas y las reconstruidas, todas las versiones, las talladas por siempre en piedra y las que con prisa se estampan con plantilla –todas las letras a la vez, una y otra vez–.

horror 5Aparece en el muro la palabra hecha consigna: breve, irruptiva y visible.

Una consigna armónica estampada sobre el ruido de la ciudad; en verso, en rima, en juego de palabras, en estallido; concisa, implacable y esbelta frente a las cacofonías de la radio y los desordenados titulares del diario matutino.

Va el transeúnte, del trabajo al hogar. La consigna convierte su errática mirada en lectura, su pasar en un instantáneo participar; es la invitación a indagar en eso que la consigna reza y en aquel misterioso mecanismo que la trajo hasta aquí. ¿De dónde proviene, así manuscrita, apurada en el trazo, tan necesaria, tan vital?

Es la huella de una mujer en su camino: de la casa a la calle, a la plaza, a la obra, a la consigna.

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Exiliada de su propio cuerpo (La Madeja nº 0)

jo_spenceEmma González

Resulta casi imposible permanecer impasible ante esta imagen. Menos aún encontrar una plácida recreación voyeurística. Esa es la fuerza narrativa que pretendía su autora, Jo Spence, cuando desarrolló de 1982 a 1991 (un año antes de su muerte debida a un cáncer) su trabajo «The Picture of Health?». Una autoexploración, diario de enfermedad y «proceso de mutación » que la artista documenta de manera dura, real y descarnada, sin aditamentos ni artificios que tranquilicen a quienes se acerquen a su obra.

A través de sus fotografías, Spence antepone los cuerpostabú −envejecidos, pobres, enfermos− que la sociedad y la medicina silencian y no muestran. En «Exiliada» revela la realidad de las mentiras de la fotografía y la necesidad de mostrar cuerpos heridos, fragmentados, que construyen igualmente su identidad desde la realidad que viven, aunque para la sociedad represente lo anormal e incluso lo abyecto. Fotografía su propia enfermedad como modelo para hablar de la dimensión social, física y emocional de la misma.

Al enfrentarnos a su cuerpo desnudo y enfermo, Jo Spence ejerce el control, compensa la balanza frente a la idealización de cuerpos atemporales e inmateriales; una mirada que, lejos de tranquilizar, nos enfrenta con lo incómodo de lo que socialmente encajamos en un cuerpo incompleto, apartándolo de lo normal.