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Nuestro malestar sin nombre (La Madeja nº 1)

Irene S. Choya[1]

el-malestar-sin-nombre_1El malestar sin nombre. O el problema que no tiene nombre. Algo así dijo Betty Friedan en los años sesenta para explicar lo que les pasaba a muchas mujeres norteamericanas que tenían todo lo que habían soñado –marido, ser madres, una bonita casa…– y, sin embargo, sentían una especie de vacío[2]. Y algo así tal vez tengamos que utilizar algunas de nosotras para explicar lo que nos pasa.

Tenemos un empleo –seguramente no aquel con el que soñamos, pero al menos uno– y vidas interesantes llenas de actividad –a veces, incluso frenética actividad– y, sin embargo, sentimos una especie de vacío. Ken Bugul[3], después de conocer lo que le ofrece a una mujer el mundo occidental, lo resuelve volviendo al harén. Pero nosotras no tenemos un harén al que volver… ¿O es el tener pareja, ser madre y una casa bonita nuestro harén? ¿Queremos volver a aquello de lo que huimos? Ni siquiera lo conocimos, pero tal vez crecimos con ese anhelo y de eso sí huimos, pues a nosotras también nos enseñaron a soñar con un príncipe azul al que cuidar[4]. Sabemos que está dentro de nosotras y eso nos asusta. No sólo lo vemos en “las otras”, en las que han cumplido con “la norma”. Lo observamos en nosotras mismas, en pequeños detalles que nos traicionan. Y entonces nos enfadamos. No nos entendemos. No sabemos quiénes somos. Solemos taparlo, esconderlo, con un poco de actividad y con mucho de discurso, o al revés. Pero está ahí. Y duele. Y lo vivimos como si fuera un fallo, como si no fuésemos tan perfectas como quisiéramos. Y nos preguntamos por qué esas incoherencias, esas contradicciones. Nosotras que tenemos claro lo que queremos, o al menos lo que no queremos.

el-malestar-sin-nombre_2A veces nos lanzamos desbocadas a la búsqueda de alternativas, a inventar relaciones y afectos no escritos, a nadar contracorriente. A veces nos quedamos paralizadas por el miedo, negándonos la posibilidad de lo desconocido y la certeza de lo conocido[5]. Pero siempre sufrimos. Siempre nos sentimos culpables porque no somos lo que deberíamos: ni las mujeres que no quisimos ser, ni las que soñamos.

Y, como aquellas mujeres de las que hablaba Betty Friedan, lo vivimos como un problema individual. Algo que es mejor no contar porque es mostrar una fisura en nuestro bien construido armazón de “mujer feminista”. Pero ahora, como entonces, el problema no es individual, es colectivo, es político. Nos hemos construido contra el modelo establecido, siempre luchando contra normas, roles, estereotipos. Derrochando energía para demostrar que podíamos ser de otra manera. Y, por el camino, nos olvidamos de mirar en nuestro interior y de alimentarlo. Luchar cansa mucho y no tenemos el “reposo de la guerrera”, porque la lucha, esta vez, sí que no diferencia tiempos y espacios. Y nos agotamos. Y nos sentimos vacías. Y nuestro cuerpo se rebela y reclama atención. Y no tenemos herramientas para escucharnos en esos otros lenguajes, que también son nuestros. Como no tenemos apenas modelos de las mujeres que queremos ser o de las relaciones que queremos tener.

Y va siendo hora de parar y construir desde nosotras mismas, escuchándonos de verdad, con nuestras contradicciones y nuestros miedos, confiando en que sabremos encontrar caminos o crearlos, sin pretender explicarlo todo, sin tener que rendir cuentas más que a nuestro propio deseo de ser otras, más libres, pero también más felices, sí[6]. Pero así, en plural, de la mano de las otras, porque esta tarea sólo puede ser colectiva.


[1] El borrador de este texto lo escribí del tirón el 18 de septiembre de 2009, en un avión que me llevaba de Asturias a Tenerife, tras una interesante conversación con una amiga y al encuentro de otra con la que también compartí muchos ratos en los que nos contamos, nos construimos nosotras mismas. Lo he revisado un año después con las aportaciones que me han regalado buenas amigas; aprovecho para darles las gracias por ellas.

[2] Evidentemente, ese sueño había sido construido a conciencia: esas mujeres habían sido educadas para casarse, ser madres y mantener la estabilidad emocional del hogar, es decir, para ser “las perfectas amas de casa”. FRIEDAN, Betty (1963) La mística de la feminidad, reeditado en castellano en 2009 por Cátedra.

[3] BUGUL, Ken (1982) El baobab que enloqueció y (1999) Riwan o el camino de arena, publicados en castellano en 2002 y 2005, respectivamente, por la editorial Zanzíbar.

[4] A nosotras nos ofrecieron un modelo muy “completo”: estudiar y tener un empleo, tener pareja, ser buenas madres, estar siempre guapas y delgadas, disfrutar del tiempo de ocio (es decir, consumir), etc., etc. Marcela Lagarde, en este sentido, dice que los mandatos de género no han variado tanto, sino que se han ampliado, de forma que es imposible cumplirlos. En la misma línea, aunque no lo hayan escrito nunca, muchas de nuestras abuelas nos dicen que ellas lo tenían más fácil que nosotras, porque no había que hacer/ser tantas cosas.

[5] Esta frase, que tanto dice, es de Ana García Fernández.

[6] Me ha costado mucho escribir esta palabra: “felices”. Nieves Muriel, en las últimas jornadas feministas en Granada, recogía una pregunta que una vez lanzó a sus alumnas Luisa Muraro y nos invitaba también a jugar: “¿Pensar os hace felices? ¿Es esta una pregunta, de esas que como el viento abre la puerta todo el rato de la cocina en la que trajino?”. Nos da incluso una pista de la mano de Simone Weil: “A veces hay que hacer violencia al pensamiento; a veces, inmovilizar el cuerpo y dejar que el pensamiento se agote. Pero hay que preparar al cuerpo para que no escuche sino a la parte superior del alma”. Lo curioso, sin embargo, es que el viento abría la puerta de mi cocina no para darle vueltas a cómo hacerlo si no para golpearme en la cara con una pregunta previa: ¿es “lícito” querer ser feliz? (Podéis encontrar el texto en: http://www.feministas.org)